martes, 8 de noviembre de 2011

Los pecados de los abuelos.



Por Sharon Begley
Michael Skinner hace una declaración asombrosa, pero está tan acostumbrado a destrozar dogmas científicos que su escucha debe interrumpirlo para preguntar si se da cuenta de lo acaba de decir: “El mes pasado publicamos un artículos en el que confirmamos que los cambios epigenéticos de los espermatozoides se transmiten a través de varias generaciones, lo cual confirma que dichos cambios pueden llegar a programarse permanentemente”. De acuerdo. No se trata de una afirmación fácil de entender, pero si el biólogo molecular de la Universidad del Estado de Washington fuera tan diestro para los extractos de entrevistas como lo es para la espectrometría de masas, se habría expresado de la siguiente manera:
las experiencias de vida de los abuelos e incluso los bisabuelos modifican sus óvulos y espermatozoides de manera tan indeleble que el cambio pasa a sus hijos, nietos y bisnietos, según un fenómeno hoy conocido como herencia epigenética transgeneracional; es decir, cualquier factor ambiental que influya en la salud no sólo afectará al individuo expuesto al factor, sino también a su descendencia.
Lo más asombroso de la afirmación de Skinner es que la herencia modificada no se manifiesta como han aprendido muchas generaciones de biólogos, pues en vez de un cambio en la secuencia de ADN que compone los genes que los antepasados transmiten a sus descendientes (las letras A, T, C y G que escriben el código genético), la herencia epigenética provoca un cambio mucho más sutil. Según los estudios de Skinner –con ratas expuestas a un fungicida llamado vinclozolina-, las experiencias de vida alteran los interruptores que controlan el ADN de las células sexuales. Desde hace tiempo, los biólogos han estado al tanto de ciertos dichos interruptores (grupos de átomos llamados “grupos metilo”) que inhiben a los genes que se ligan con ellos, de suerte que cuando determinado grupo se elimina, el gen que inhiben vuelve a activarse. Es por eso que, por ejemplo, el ADN de la insulina se inactiva en las células cerebrales, pero permanece activo en las células del páncreas. Sin embargo, los biólogos creían que conforme crecían los óvulos y los espermatozoides –por así decirlo- y creaban un embrión, las secuencias volvían a activarse como si la naturaleza “perdonara” los pecados de los progenitores para impedir que afectaran a la siguiente generación.
Lo que descubrió Skinner es que no todos los “pecados” son eliminados, sino que ocasionan una modificación permanente (al menos en sus ratas de laboratorio: hasta cuatro generaciones), hallazgo que echa por tierra un principio aceptado desde hace décadas en la biología reproductiva… Cosa que, al señalársela, le lleva simplemente a encogerse de hombros: “Sí, es cierto. Lo de ‘permanente’ me sorprende un poco”, reconoce. “Supongo que es por eso que la comunidad médica se ha encolerizado”.
Las conclusiones de Skinner nada tienen de raras. Para empezar, no se limitan a sus ratas o al fungicida con que las alimentó. De hecho, otros laboratorios también han observado que las experiencias de vida (cualesquiera que sean, desde un animal de laboratorio expuesto a sustancias tóxicas hasta un ser humano fumador, desnutrido en la infancia o con sobrepeso) dejan una impronta tan tenaz en las células sexuales que ésta afecta no sólo a los hijos del individuo, sino también a sus nietos. Skinner y su equipo han llegado a extremos para demostrar el mecanismo de acción. Al analizar juegos de interruptores de cada segmento del ADN de los espermatozoides, han encontrado que 16 sufrieron alteraciones y quedaron activados cuando debían estar inhibidos. 

Newsweek.com

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