Este tema es uno de los de siempre, por lo que siempre es oportuno traerlo a la atención pública, sobre todo cuando estamos –como ocurre en este momento en el país– enfrentando tanta inseguridad, tanta agresividad y tanto apremio generalizado por grandes y graves problemas no resueltos, y, para más trastorno, dentro de una conflictividad institucional que, pese a que parece que va cediendo por el momento, ha sido una señal muy elocuente de que el ambiente está expuesto a fáciles explosiones al menor estímulo.
Hablar de promoción y práctica de valores generalmente se hace en un plano teórico o de educación elemental, como si la cuestión no estuviera directamente conectada con el funcionamiento de la realidad en todas sus expresiones. Y como esa tendencia a dejar los valores en una especie de limbo ha sido lo usual en el ambiente a lo largo del tiempo, lo que ha venido profundizándose en el país es el auge creciente de antivalores como el abuso, la prepotencia, la injusticia, el irrespeto y la irresponsabilidad.
Según hemos reiterado cuantas veces ha sido oportuno, la escuela más eficaz en todo sentido es la escuela del ejemplo. De ahí que en lo que a valores se refiere sirva de muy poco la enseñanza puramente intelectual de los mismos si ésta no va acompañada de la práctica moral que les dé arraigo. Y, como es natural en cualquier aspecto de la vida, dicha práctica ejemplarizante debe hacerse desde arriba. Los primeros comprometidos a dar el ejemplo de la vigencia efectiva de una conducta fundada en valores son los padres, los maestros, los gobernantes y, en general, todos aquellos que están llamados a ejercer funciones orientadoras o conductoras, en cualquier área o disciplina del quehacer humano.
Así llegamos a la tarea que le toca inexcusablemente a la política en esta área tan decisiva para garantizar una convivencia pacífica, armónica y progresista. Todos los que cumplen funciones políticas, tanto en la institucionalidad pública como en las organizaciones partidarias, tienen el deber de ser ejemplares en su comportamiento, haciéndole honor constante a valores como la honradez, el respeto, la disciplina y el decoro. Como esto nunca ha sido así en la medida que se requiere, y más bien lo que ha habido es una permanente sospecha y un constante recelo sobre conductas específicas recurrentes, lo que cargamos es un lastre histórico que habría que empezar a sacudirse sistemáticamente lo más pronto posible.
A la luz de lo ocurrido en semanas y días recientes entre las cúpulas de los tres órganos fundamentales del Gobierno y de los partidos políticos, se vuelve más oportuno reenfocar toda la temática de los valores, ya como una demanda orgánica de la sociedad, con el mismo interés y energía que se han puesto en elevar la voz ciudadana respecto de cuestiones específicas como el decreto 743 y la salvaguarda de la separación de poderes.
En el país, lo tradicional ha sido reaccionar “a la llama” para que después sólo quede el humo. Hay que superar esa tendencia y pasar a lo que el avance progresivo y sustentado del proceso democrático necesita: perseverancia y disciplina en las acciones y en las reacciones. Esos dos valores funcionales son los que, de entrada, necesitamos asumir todos, para que la vida nacional entre por los carriles del orden, de la previsibilidad y del desarrollo.
Editorial/ LPG040811
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